La historia que les voy a relatar
ocurrió un día cualquiera, en un lugar cualquiera, en una ciudad cualquiera. De
igual manera, estos sucesos le ocurrieron a una persona cualquiera, como tú o
como yo.
Era una mañana de invierno, una
de esas en las que piensas que salir a la calle es una tortura, que lo mejor
sería quedarte en tu cama, bajo las sábanas, viendo una película o abrazado a
tu pareja. Sin embargo, para Martín esa mañana no hubo elección.
Él se levantó como a eso de las
siete, un poco alterado porque había dejado el volumen del viejo radio reloj un
poco fuerte sin querer. De aquel aparato comenzó a salir una voz que incitaba a
todos los que lo escucharan a poner la mejor cara posible y a continuar o
comenzar con sus actividades cotidianas mientras escuchaban un hit de
los años ochenta.
Martín se puso las sandalias, se
rascó la cabeza a través de su abundante cabellera, se estiró un poco y casi a
rastras llegó al baño. Abrió la regadera y se metió bajo el agua. El baño fue
breve, pero le sirvió para traerlo completamente a la realidad. Ahora sólo
había tiempo de vestirse y tomar un desayuno ligero porque tenía un vuelo en un
par de horas.
Treinta minutos después de
haberse levantado, Martín ya se encontraba en la avenida más cercana a su
departamento intentando tomar un taxi. Tenía poco tiempo para llegar al
aeropuerto, pero afortunadamente esa mañana no había tráfico en la ciudad.
Al llegar al aeropuerto,
descendió del auto, maleta en mano, y tomó su celular para saber dónde se
encontraba Ana, su novia. Marcó y al segundo timbrazo escuchó la dulce voz de
su pareja.
- Hola joven impuntual. -le dijo ella un poco enojada.
- Hola chica guapa. Ya llegué. ¿Tú dónde estás? -preguntó él, tratando
de aliviar un poco la molestia de la chica.
- Gracioso, no intentes suavizarme. Estoy aquí, mira, estoy levantando
mi mano... sí, corre –le pidió ella.
Martín besó a Ana al momento de
su encuentro y con eso ella pareció olvidar su retardo. Él la tomó de la mano y
ambos se dirigieron hacia la fila de documentación de la aerolínea por la que
volarían desde México hasta Cuba para pasar unas vacaciones. Era su primer
viaje juntos en los once meses que llevaban como novios.
Así, después de hacer fila por
casi veinte minutos, presentar la documentación necesaria para obtener sus
pases y perder otros tantos minutos más en los filtros de seguridad y la sala
de espera, abordaron el vuelo de Cubana de Aviación que los llevaría hasta su
destino.
Al subir al avión buscaron sus
lugares, una ventanilla y el asiento de al lado, ambos ubicados unas filas por
detrás de las alas. Mientras Ana se acomodaba, Martín ponía sus equipajes de
mano en el compartimiento superior. Luego, se sentó junto a ella y le sujetó la
mano. La chica lucía un poco nerviosa. Y cómo no, si aquel sería el primer
vuelo en el que viajaría. Nunca antes, en sus 24 años de vida, se había subido
a un avión.
- Tranquila amor, todo va a estar bien -le decía Martín, tratando de
calmarla-. Sólo relájate y trata de disfrutarlo. Aunque la mañana está nublada,
te aseguro que el vuelo será de lo más tranquilo.
- Sí, me imagino, bueno, no sé, espero que no me digas eso sólo para que
no me altere. -le respondió ella al tiempo que se aseguraba con la mano que
tenía libre de que su cinturón estuviera bien asegurado-. Si algo me asusta,
debes explicarme qué es. Y no te rías porque me voy a sentir muy avergonzada.
- Está bien amor, te prometo no reírme en lo absoluto, -le respondió
él-, ahora pon atención a las instrucciones que la sobrecargo va a dar.
Unos minutos después, el avión
estaba tomando pista y listo para iniciar el despegue. Cuando la aeronave dejó de tocar tierra, una pequeña turbulencia lo sacudió de manera casi
imperceptible, pero suficientemente fuerte para que Ana se asustara. La chica
volteaba a veces y miraba por la ventana, pero la mayor parte del tiempo tenía
su vista puesta en Martín. Éste le iba explicando, como lo prometió, que iba
ocurriendo, más o menos a qué altura iban llegando y qué edificios o
construcciones eran las que se lograban distinguir desde las alturas.
Y así continuaron su viaje, sin ningún
problema… hasta el momento en el que iban volando en el punto donde acaba
Campeche y empieza Yucatán. Entonces, comenzó lo peor.
Dentro de la cabina se escuchaban
algunos murmullos, la música que salía de los enormes audífonos de alguno de
los pasajeros y la risa de un bebe que era asustado por su papá para
entretenerlo durante el viaje. Todo transcurría
con normalidad. Y justo en ese momento, la aeronave tuvo un desperfecto.
El avión se sacudió
violentamente, las máscaras de oxigeno salieron del techo y la voz del capitán
se dejó escuchar a través de los altoparlantes.
- Señores pasajeros, les habla el capitán. Hemos sufrido una avería en
una de las turbinas, sin embargo, trataremos de aterrizar. -Dijo aquella voz,
entrecortada y casi incomprensible, debido al barullo en la cabina-.
Sobrecargos a sus posiciones.
En ese momento, Martín ya se
había puesto su máscara de oxigeno y había colocado la de Ana, quien estaba
paralizada de miedo. La chica tenía sus manos aferradas a los descansabrazos y
miraba a su novio. En sus ojos se podía ver todo el pánico que el momento
ameritaba. Y Martín, al notarlo, se retiró la máscara al tiempo que sujetando
la cara de Ana, la hizo poner su atención en él.
- No te preocupes amor... y no te quites la máscara, todo va a salir
bien, -dijo el chico-. Ahora, sujétate del asiento de enfrente y pon tu cabeza
entre tus brazos. Así. Vas a estar bien... vamos a estar bien.
La chica asintió con la cabeza y
se colocó en la posición indicada. Alrededor todo era pánico y desesperación.
Algunos compartimentos de equipaje se abrieron y las pertenencias de los
pasajeros caían sobre ellos. Se escuchaban gemidos de vez en cuando y se iban
haciendo más fuertes y constantes mientras más se sacudía el avión.
- Señores pasajeros... tendremos que intentar un aterrizaje forzoso,
-dijo aquel hombre desde la cabina-. Sujétense bien.
Ana volteó a ver a Martín y este
se retiró de nuevo la máscara de oxígeno para decirle:
- ¿Sabes? Si hoy muriera, no me importaría... estaría bien.
La chica hizo lo mismo que él y
le respondió:
- ¿Qué cosa estás diciendo? Eso no tiene sentido.
- Claro que sí, -reiteró el joven-, lo que sea que me pase es bueno,
sólo si estoy a tu lado.
La mirada de la chica demostraba
el cumulo de emociones que estaba sintiendo, dado que el pánico se mezcló con
la ternura, siendo está después de un instante la más predominante.
Ambos volvieron a ponerse las
máscaras, se colocaron en posición. Luego, la mano de Martín sujetó la de Ana.
Ambos cerraron los ojos y comenzaron a rezar, esperando que sus plegarias
fueran oídas por algún dios, ángel o santo para poder tener, así, un final feliz.
O por lo menos, uno no tan malo. Pero no fue así.
Al parecer sus plegarias no
fueron escuchadas, o simplemente allá arriba estaban muy ocupados para
recibirlas y atenderlas. ¿Cómo saberlo? Simplemente, el caso fue que las súplicas
de las 168 personas que iban a bordo de aquel avión no fueron suficientes para
evitar la tragedia.
La aeronave cayó en medio de un
bosque tropical. El piloto intentó realizar un aterrizaje en la zona menos
densa que pudo encontrar, pero eso no fue suficiente. Al llegar a tierra, la
aeronave comenzó a deshacerse en pedazos, hubo algunos estallidos, un gran
estruendo y fuego, el cual se fue consumiendo rápidamente por la lluvia que
empezó a caer.
Al finalizar todo aquel desastre,
Martín fue capaz de abrir los ojos. No podía escuchar nada. No tenía ni la más mínima
idea de que tan mal se encontraba. Estaba boca arriba sobre lo que quedaba de
su asiento. Observaba a su alrededor y todo lo que podía ver eran escombros y
cuerpos sin vida. No se podía explicar cómo es que no había muerto durante la caída.
Entonces echó su cabeza hacia atrás y la vio. Ahí estaba Ana, con su cuerpo
mutilado, había perdido parte de una pierna durante el choque.
Él intentó llamarla, pero no
salían palabras de su boca. Intentó arrastrarse, pero no pudo. Observó su
cintura y se dio cuenta que aún estaba sujeto al cinturón de seguridad. Volvió
a mirar a su amada y movió su brazo tratando de alcanzarla, pero sus esfuerzos
fueron en vano. Sonrió vagamente, miro al cielo y comenzó un soliloquio en su
mente.
- ¡Ay, Señor! Me estoy muriendo... y ella tan cerca y... no la puedo
tocar -pensó-. Cuánto dolor, Dios... cuánta sangre... y... me muero... mamá...
papá... voy a estar bien... ¡ay! Espero que Ana no esté... mi amor... mi dulce
amor...
Entonces, sin poder decir, hacer
o pensar nada más, se desvaneció.
Sintió algo en el rostro. Percibió
un olor que le era familiar. Escuchó un sonido que lo hizo estremecer. Y
entonces, abrió los ojos. El mar, el ocaso, la playa y el ahí de pie, de frente
al imponente océano, el más azul y cristalino que haya podido ver jamás.
- Entonces así es como luce este lugar, -dijo casi para si mismo-.
Jajaja, qué equivocados están todos allá abajo. ¿O estarán arriba? No creo,
porque entonces estaría en el infierno y honestamente no creo que el infierno
sea así de agradable. Y llevo puesta la ropa que traía antes de morir. Qué
gracioso.
En ese momento, algo lo distrajo
de su meditación. A su derecha, a lo lejos, una silueta se dibujaba. El intentó
adivinar, pero no tardó mucho en descubrir de quién se trataba, porque ahí
donde los humanos tenemos el corazón hubo algo que se lo dijo.
Ana había llegado.
Martín quiso correr a su
encuentro, pero las piernas no le respondían. Estaba confundido, por un lado no
quería que Ana estuviera ahí, porque eso significaría que sigue viva, pero por
otra parte, su presencia lo reconfortaba. Ahora estarían juntos de nuevo y para
siempre. Entonces supo qué debía hacer. Corrió al encuentro de su amada.
Iba lo más rápido que podía y
pese a que ponía todo su empeño en ello, no sentía cansancio alguno. Se
desplazaba sobre la arena como lo haría un alce sobre la nieve. A cada paso que
daba, comenzaba a distinguir mejor el rostro de su amada, quien le sonreía
mientras se quitaba el cabello del rostro y lo acomodaba detrás de sus orejas.
Al llegar a ella, ambos se
abrazaron de tal manera que pudieron haberse vuelto uno mismo en aquel
instante. Martín la olía y acariciaba su cabello con los dedos, no quería que
el abrazo terminara jamás.
- Al fin estaremos juntos para siempre amor, -le dijo la chica
tiernamente-, al fin y ya nada nos separará.
Martín se apartó un poco de ella,
sólo lo suficiente para poder mirarla a los ojos.
- Sí, mi amor, así será. -Le dijo al tiempo que le sonreía-. Ahora no
tenemos más que hacer que conocer este mundo y todo lo que hay en él.
Los dos se quedaron en silencio y
comenzaron a acercar sus rostros para poder besarse, pero fueron interrumpidos
por un gemido que salió de los labios de Martín. Luego, algo lo hizo dar un
paso atrás, en un movimiento brusco que casi lo hace caer en la arena.
- Martín... ¿qué te pasa? -le preguntó la chica, totalmente anonadada.
- No sé, siento algo en mi pecho...
En ese momento, Martín sintió un
dolor terrible. Se llevo las manos a la camisa que llevaba puesta y se la
abrió. La apretó con fuerza, como si eso fuera a remediar la situación. Y
volvió a ocurrir, su pecho se estremeció y el gritó de dolor. Una vez más y
otra. Entonces todo a su alrededor comenzó a transfigurarse. La playa, el mar,
la brisa, el sol, todo comenzó a desvanecerse. Y Ana. Ella también comenzó a
perder claridad, se estaba convirtiendo en neblina sin forma ni detalle.
- ¡Martín! ¡No me dejes! ¡No otra vez! -gritaba la chica, mientras
extendía sus brazos intentando sujetarlo. Pero todos los esfuerzos eran inútiles.
Y una vez más, el chico sintió
ese impacto en el pecho, equiparable sólo a un trueno que cae sobre un árbol y
lo rompe y lo incendia. Lo volvió a sentir por última vez y entonces pudo abrir
los ojos. En ese momento, supo que ese choque eléctrico lo estaba recibiendo su
cuerpo, mientras era transportado dentro de una ambulancia hacia el hospital.
Parpadeó un par de veces y siguió
tratando de entender. Había dos personas con él. Un hombre y una mujer. Él
sujetaba las paletas del desfibrilador que lo regresó a la vida y ella estaba mirándolo
fijamente, diciéndole palabras que no comprendía. Martín intentó quitarse la
máscara de oxígeno para hablar, pero el hombre lo detuvo.
- No... quiero volver... debo volver, -decía Martín en su mente-. Ella
me espera.
Pero los dos jóvenes paramédicos no
lo escuchaban. Y continuaron con su labor.
Martín trató de sacudir la cabeza
en señal de protesta. No quería recibir ayuda, quería que lo dejaran ahí mismo,
dónde sea que estuvieran, quería que lo dejaran morir. Pero no, eso no iba a
pasar, por lo menos no si estaba en las manos de aquellos rescatistas. No
moriría, si ellos lo podían evitar.
El chico se dio cuenta de que era
inútil seguir luchando. Cerró sus ojos para tratar de ordenar de nuevo sus
ideas y no se enteró de nada más.
“... y en otras noticias, aún se
desconoce el paradero de los policías que dispararon contra tres de sus
compañeros ayer en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Sin
embargo, hoy el director del área de Seguridad Regional de la Policía Federal
anunció que...”
- ¿Hasta qué punto hemos llegado? -dijo una mujer, cuya voz le era
familiar a Martín-. Mira que matarse entre policías. ¡Ay, no!
- ¿Me dices a mi? -pensó Martín, mientras despertaba de su letargo.-
Porque yo no tengo ni idea... de qué es este lugar... o ¿quién eres tú?...
Ana... ¿dónde estás amor? Ana...
Martín abrió los ojos, pero le
costó trabajo acostumbrarse a la luz, no podía, por más esfuerzos que hacía,
identificar el lugar. Entonces, vio algo que le llamaba la atención. A su
izquierda estaba la persona que le hablaba, con una mano en la boca debido a la
impresión y la otra sujetando el barandal de la cama donde yacía él.
- Hijo, despertaste, -dijo la señora mientras empezaba a llorar-, ¡qué
felicidad!
Era su mamá. La mujer que lo
trajo a este mundo estaba cuidando de él, como cuando enfermaba de niño. Martín
se alegró de ver un rostro conocido, alguien en quién podía confiar y a quién
podía expresarle su mayor temor. Ana estaba muerta y él estaba allí, tal vez
con una vida de sufrimiento por delante debido a las lesiones... pero... Ana...
¿dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Tal vez el había dormido por días, o
semanas. ¿Y si hubo un sepelio? No pudo haber faltado a el.
El muchacho comenzó a sacudir la
cabeza, intentó levantarse, intentó hablar, pero todos los movimientos le
generaban dolor. Se dio cuenta que tenía un tubo que entraba en su garganta y un
par de agujas clavadas en los brazos, las cuales estaban conectadas a bolsas de
suero. Su madre, al darse cuenta de lo que le pasaba, lo sujetó fuertemente por
los hombros.
- Hijo, debes tranquilizarte. -Le ordenó la señora-. Tranquilo, te harás
daño con todo lo que tienes encima, además no estás bien... tranquilo hijo...
¡escúchame! ¿Quieres?
La voz de la señora retumbo en
los oídos de Martín. No concebía que en su estado y situación, su madre se
diera el lujo de gritarle, pero al mismo tiempo entendió porqué lo hacía. La
señora se le quedó mirando un instante y le preguntó:
- ¿Ya estarás tranquilo? Sé qué quieres saber y yo tengo la respuesta a
tus preguntas, -le dijo mientras le sonreía-, pero debes quedarte quieto ¿está
bien? Ahora vuelvo.
La mamá de Martín salió de la
habitación un instante. Al volver, traía empujando una silla de ruedas, en la
que venía sentada Ana. Él pudo observarla. Había perdido la pierna derecha
hasta la rodilla y tenía moretones y rasguños en la cara, pero estaba ahí, en
la misma habitación, viva... viva y mirándolo fijamente a los ojos.
Ambas mujeres se miraron y la
señora comprendió que Ana deseaba estar más cerca de Martín, así que arrimó la
silla y la puso junto a la cama. La joven tomó la mano del chico y le dijo:
- Yo también creo que lo que sea que me pase es bueno... sólo si estoy
a tu lado.