miércoles, 18 de julio de 2012

Sólo si estoy a tu lado.

Por: Víctor H. Valencia Vivas.



La historia que les voy a relatar ocurrió un día cualquiera, en un lugar cualquiera, en una ciudad cualquiera. De igual manera, estos sucesos le ocurrieron a una persona cualquiera, como tú o como yo.

Era una mañana de invierno, una de esas en las que piensas que salir a la calle es una tortura, que lo mejor sería quedarte en tu cama, bajo las sábanas, viendo una película o abrazado a tu pareja. Sin embargo, para Martín esa mañana no hubo elección.

Él se levantó como a eso de las siete, un poco alterado porque había dejado el volumen del viejo radio reloj un poco fuerte sin querer. De aquel aparato comenzó a salir una voz que incitaba a todos los que lo escucharan a poner la mejor cara posible y a continuar o comenzar con sus actividades cotidianas mientras escuchaban un hit de los años ochenta.

Martín se puso las sandalias, se rascó la cabeza a través de su abundante cabellera, se estiró un poco y casi a rastras llegó al baño. Abrió la regadera y se metió bajo el agua. El baño fue breve, pero le sirvió para traerlo completamente a la realidad. Ahora sólo había tiempo de vestirse y tomar un desayuno ligero porque tenía un vuelo en un par de horas.

Treinta minutos después de haberse levantado, Martín ya se encontraba en la avenida más cercana a su departamento intentando tomar un taxi. Tenía poco tiempo para llegar al aeropuerto, pero afortunadamente esa mañana no había tráfico en la ciudad.

Al llegar al aeropuerto, descendió del auto, maleta en mano, y tomó su celular para saber dónde se encontraba Ana, su novia. Marcó y al segundo timbrazo escuchó la dulce voz de su pareja.

- Hola joven impuntual. -le dijo ella un poco enojada.

- Hola chica guapa. Ya llegué. ¿Tú dónde estás? -preguntó él, tratando de aliviar un poco la molestia de la chica.
   
- Gracioso, no intentes suavizarme. Estoy aquí, mira, estoy levantando mi mano... sí, corre –le pidió ella.

Martín besó a Ana al momento de su encuentro y con eso ella pareció olvidar su retardo. Él la tomó de la mano y ambos se dirigieron hacia la fila de documentación de la aerolínea por la que volarían desde México hasta Cuba para pasar unas vacaciones. Era su primer viaje juntos en los once meses que llevaban como novios.

Así, después de hacer fila por casi veinte minutos, presentar la documentación necesaria para obtener sus pases y perder otros tantos minutos más en los filtros de seguridad y la sala de espera, abordaron el vuelo de Cubana de Aviación que los llevaría hasta su destino.

Al subir al avión buscaron sus lugares, una ventanilla y el asiento de al lado, ambos ubicados unas filas por detrás de las alas. Mientras Ana se acomodaba, Martín ponía sus equipajes de mano en el compartimiento superior. Luego, se sentó junto a ella y le sujetó la mano. La chica lucía un poco nerviosa. Y cómo no, si aquel sería el primer vuelo en el que viajaría. Nunca antes, en sus 24 años de vida, se había subido a un avión.

- Tranquila amor, todo va a estar bien -le decía Martín, tratando de calmarla-. Sólo relájate y trata de disfrutarlo. Aunque la mañana está nublada, te aseguro que el vuelo será de lo más tranquilo.

- Sí, me imagino, bueno, no sé, espero que no me digas eso sólo para que no me altere. -le respondió ella al tiempo que se aseguraba con la mano que tenía libre de que su cinturón estuviera bien asegurado-. Si algo me asusta, debes explicarme qué es. Y no te rías porque me voy a sentir muy avergonzada.

- Está bien amor, te prometo no reírme en lo absoluto, -le respondió él-, ahora pon atención a las instrucciones que la sobrecargo va a dar.

Unos minutos después, el avión estaba tomando pista y listo para iniciar el despegue. Cuando la aeronave dejó de tocar tierra, una pequeña turbulencia lo sacudió de manera casi imperceptible, pero suficientemente fuerte para que Ana se asustara. La chica volteaba a veces y miraba por la ventana, pero la mayor parte del tiempo tenía su vista puesta en Martín. Éste le iba explicando, como lo prometió, que iba ocurriendo, más o menos a qué altura iban llegando y qué edificios o construcciones eran las que se lograban distinguir desde las alturas.

Y así continuaron su viaje, sin ningún problema… hasta el momento en el que iban volando en el punto donde acaba Campeche y empieza Yucatán. Entonces, comenzó lo peor.

Dentro de la cabina se escuchaban algunos murmullos, la música que salía de los enormes audífonos de alguno de los pasajeros y la risa de un bebe que era asustado por su papá para entretenerlo durante el viaje. Todo transcurría con normalidad. Y justo en ese momento, la aeronave tuvo un desperfecto.

El avión se sacudió violentamente, las máscaras de oxigeno salieron del techo y la voz del capitán se dejó escuchar a través de los altoparlantes.

- Señores pasajeros, les habla el capitán. Hemos sufrido una avería en una de las turbinas, sin embargo, trataremos de aterrizar. -Dijo aquella voz, entrecortada y casi incomprensible, debido al barullo en la cabina-. Sobrecargos a sus posiciones.

En ese momento, Martín ya se había puesto su máscara de oxigeno y había colocado la de Ana, quien estaba paralizada de miedo. La chica tenía sus manos aferradas a los descansabrazos y miraba a su novio. En sus ojos se podía ver todo el pánico que el momento ameritaba. Y Martín, al notarlo, se retiró la máscara al tiempo que sujetando la cara de Ana, la hizo poner su atención en él.

- No te preocupes amor... y no te quites la máscara, todo va a salir bien, -dijo el chico-. Ahora, sujétate del asiento de enfrente y pon tu cabeza entre tus brazos. Así. Vas a estar bien... vamos a estar bien.

La chica asintió con la cabeza y se colocó en la posición indicada. Alrededor todo era pánico y desesperación. Algunos compartimentos de equipaje se abrieron y las pertenencias de los pasajeros caían sobre ellos. Se escuchaban gemidos de vez en cuando y se iban haciendo más fuertes y constantes mientras más se sacudía el avión.

- Señores pasajeros... tendremos que intentar un aterrizaje forzoso, -dijo aquel hombre desde la cabina-. Sujétense bien.

Ana volteó a ver a Martín y este se retiró de nuevo la máscara de oxígeno para decirle:

- ¿Sabes? Si hoy muriera, no me importaría... estaría bien.

La chica hizo lo mismo que él y le respondió:

- ¿Qué cosa estás diciendo? Eso no tiene sentido.

- Claro que sí, -reiteró el joven-, lo que sea que me pase es bueno, sólo si estoy a tu lado.

La mirada de la chica demostraba el cumulo de emociones que estaba sintiendo, dado que el pánico se mezcló con la ternura, siendo está después de un instante la más predominante.

Ambos volvieron a ponerse las máscaras, se colocaron en posición. Luego, la mano de Martín sujetó la de Ana. Ambos cerraron los ojos y comenzaron a rezar, esperando que sus plegarias fueran oídas por algún dios, ángel o santo para poder tener, así, un final feliz. O por lo menos, uno no tan malo. Pero no fue así.

Al parecer sus plegarias no fueron escuchadas, o simplemente allá arriba estaban muy ocupados para recibirlas y atenderlas. ¿Cómo saberlo? Simplemente, el caso fue que las súplicas de las 168 personas que iban a bordo de aquel avión no fueron suficientes para evitar la tragedia.

La aeronave cayó en medio de un bosque tropical. El piloto intentó realizar un aterrizaje en la zona menos densa que pudo encontrar, pero eso no fue suficiente. Al llegar a tierra, la aeronave comenzó a deshacerse en pedazos, hubo algunos estallidos, un gran estruendo y fuego, el cual se fue consumiendo rápidamente por la lluvia que empezó a caer.

Al finalizar todo aquel desastre, Martín fue capaz de abrir los ojos. No podía escuchar nada. No tenía ni la más mínima idea de que tan mal se encontraba. Estaba boca arriba sobre lo que quedaba de su asiento. Observaba a su alrededor y todo lo que podía ver eran escombros y cuerpos sin vida. No se podía explicar cómo es que no había muerto durante la caída. Entonces echó su cabeza hacia atrás y la vio. Ahí estaba Ana, con su cuerpo mutilado, había perdido parte de una pierna durante el choque.

Él intentó llamarla, pero no salían palabras de su boca. Intentó arrastrarse, pero no pudo. Observó su cintura y se dio cuenta que aún estaba sujeto al cinturón de seguridad. Volvió a mirar a su amada y movió su brazo tratando de alcanzarla, pero sus esfuerzos fueron en vano. Sonrió vagamente, miro al cielo y comenzó un soliloquio en su mente.

- ¡Ay, Señor! Me estoy muriendo... y ella tan cerca y... no la puedo tocar -pensó-. Cuánto dolor, Dios... cuánta sangre... y... me muero... mamá... papá... voy a estar bien... ¡ay! Espero que Ana no esté... mi amor... mi dulce amor...

Entonces, sin poder decir, hacer o pensar nada más, se desvaneció.





Sintió algo en el rostro. Percibió un olor que le era familiar. Escuchó un sonido que lo hizo estremecer. Y entonces, abrió los ojos. El mar, el ocaso, la playa y el ahí de pie, de frente al imponente océano, el más azul y cristalino que haya podido ver jamás.

- Entonces así es como luce este lugar, -dijo casi para si mismo-. Jajaja, qué equivocados están todos allá abajo. ¿O estarán arriba? No creo, porque entonces estaría en el infierno y honestamente no creo que el infierno sea así de agradable. Y llevo puesta la ropa que traía antes de morir. Qué gracioso.

En ese momento, algo lo distrajo de su meditación. A su derecha, a lo lejos, una silueta se dibujaba. El intentó adivinar, pero no tardó mucho en descubrir de quién se trataba, porque ahí donde los humanos tenemos el corazón hubo algo que se lo dijo.

Ana había llegado.

Martín quiso correr a su encuentro, pero las piernas no le respondían. Estaba confundido, por un lado no quería que Ana estuviera ahí, porque eso significaría que sigue viva, pero por otra parte, su presencia lo reconfortaba. Ahora estarían juntos de nuevo y para siempre. Entonces supo qué debía hacer. Corrió al encuentro de su amada.

Iba lo más rápido que podía y pese a que ponía todo su empeño en ello, no sentía cansancio alguno. Se desplazaba sobre la arena como lo haría un alce sobre la nieve. A cada paso que daba, comenzaba a distinguir mejor el rostro de su amada, quien le sonreía mientras se quitaba el cabello del rostro y lo acomodaba detrás de sus orejas.

Al llegar a ella, ambos se abrazaron de tal manera que pudieron haberse vuelto uno mismo en aquel instante. Martín la olía y acariciaba su cabello con los dedos, no quería que el abrazo terminara jamás.

- Al fin estaremos juntos para siempre amor, -le dijo la chica tiernamente-, al fin y ya nada nos separará.

Martín se apartó un poco de ella, sólo lo suficiente para poder mirarla a los ojos.

- Sí, mi amor, así será. -Le dijo al tiempo que le sonreía-. Ahora no tenemos más que hacer que conocer este mundo y todo lo que hay en él.

Los dos se quedaron en silencio y comenzaron a acercar sus rostros para poder besarse, pero fueron interrumpidos por un gemido que salió de los labios de Martín. Luego, algo lo hizo dar un paso atrás, en un movimiento brusco que casi lo hace caer en la arena.

- Martín... ¿qué te pasa? -le preguntó la chica, totalmente anonadada.

- No sé, siento algo en mi pecho...

En ese momento, Martín sintió un dolor terrible. Se llevo las manos a la camisa que llevaba puesta y se la abrió. La apretó con fuerza, como si eso fuera a remediar la situación. Y volvió a ocurrir, su pecho se estremeció y el gritó de dolor. Una vez más y otra. Entonces todo a su alrededor comenzó a transfigurarse. La playa, el mar, la brisa, el sol, todo comenzó a desvanecerse. Y Ana. Ella también comenzó a perder claridad, se estaba convirtiendo en neblina sin forma ni detalle.

- ¡Martín! ¡No me dejes! ¡No otra vez! -gritaba la chica, mientras extendía sus brazos intentando sujetarlo. Pero todos los esfuerzos eran inútiles.

Y una vez más, el chico sintió ese impacto en el pecho, equiparable sólo a un trueno que cae sobre un árbol y lo rompe y lo incendia. Lo volvió a sentir por última vez y entonces pudo abrir los ojos. En ese momento, supo que ese choque eléctrico lo estaba recibiendo su cuerpo, mientras era transportado dentro de una ambulancia hacia el hospital.

Parpadeó un par de veces y siguió tratando de entender. Había dos personas con él. Un hombre y una mujer. Él sujetaba las paletas del desfibrilador que lo regresó a la vida y ella estaba mirándolo fijamente, diciéndole palabras que no comprendía. Martín intentó quitarse la máscara de oxígeno para hablar, pero el hombre lo detuvo.

- No... quiero volver... debo volver, -decía Martín en su mente-. Ella me espera.

Pero los dos jóvenes paramédicos no lo escuchaban. Y continuaron con su labor.

Martín trató de sacudir la cabeza en señal de protesta. No quería recibir ayuda, quería que lo dejaran ahí mismo, dónde sea que estuvieran, quería que lo dejaran morir. Pero no, eso no iba a pasar, por lo menos no si estaba en las manos de aquellos rescatistas. No moriría, si ellos lo podían evitar.

El chico se dio cuenta de que era inútil seguir luchando. Cerró sus ojos para tratar de ordenar de nuevo sus ideas y no se enteró de nada más.





“... y en otras noticias, aún se desconoce el paradero de los policías que dispararon contra tres de sus compañeros ayer en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Sin embargo, hoy el director del área de Seguridad Regional de la Policía Federal anunció que...”

- ¿Hasta qué punto hemos llegado? -dijo una mujer, cuya voz le era familiar a Martín-. Mira que matarse entre policías. ¡Ay, no!

- ¿Me dices a mi? -pensó Martín, mientras despertaba de su letargo.- Porque yo no tengo ni idea... de qué es este lugar... o ¿quién eres tú?... Ana... ¿dónde estás amor? Ana...

Martín abrió los ojos, pero le costó trabajo acostumbrarse a la luz, no podía, por más esfuerzos que hacía, identificar el lugar. Entonces, vio algo que le llamaba la atención. A su izquierda estaba la persona que le hablaba, con una mano en la boca debido a la impresión y la otra sujetando el barandal de la cama donde yacía él.

- Hijo, despertaste, -dijo la señora mientras empezaba a llorar-, ¡qué felicidad!

Era su mamá. La mujer que lo trajo a este mundo estaba cuidando de él, como cuando enfermaba de niño. Martín se alegró de ver un rostro conocido, alguien en quién podía confiar y a quién podía expresarle su mayor temor. Ana estaba muerta y él estaba allí, tal vez con una vida de sufrimiento por delante debido a las lesiones... pero... Ana... ¿dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Tal vez el había dormido por días, o semanas. ¿Y si hubo un sepelio? No pudo haber faltado a el.

El muchacho comenzó a sacudir la cabeza, intentó levantarse, intentó hablar, pero todos los movimientos le generaban dolor. Se dio cuenta que tenía un tubo que entraba en su garganta y un par de agujas clavadas en los brazos, las cuales estaban conectadas a bolsas de suero. Su madre, al darse cuenta de lo que le pasaba, lo sujetó fuertemente por los hombros.

- Hijo, debes tranquilizarte. -Le ordenó la señora-. Tranquilo, te harás daño con todo lo que tienes encima, además no estás bien... tranquilo hijo... ¡escúchame! ¿Quieres?

La voz de la señora retumbo en los oídos de Martín. No concebía que en su estado y situación, su madre se diera el lujo de gritarle, pero al mismo tiempo entendió porqué lo hacía. La señora se le quedó mirando un instante y le preguntó:

- ¿Ya estarás tranquilo? Sé qué quieres saber y yo tengo la respuesta a tus preguntas, -le dijo mientras le sonreía-, pero debes quedarte quieto ¿está bien? Ahora vuelvo.

La mamá de Martín salió de la habitación un instante. Al volver, traía empujando una silla de ruedas, en la que venía sentada Ana. Él pudo observarla. Había perdido la pierna derecha hasta la rodilla y tenía moretones y rasguños en la cara, pero estaba ahí, en la misma habitación, viva... viva y mirándolo fijamente a los ojos.

Ambas mujeres se miraron y la señora comprendió que Ana deseaba estar más cerca de Martín, así que arrimó la silla y la puso junto a la cama. La joven tomó la mano del chico y le dijo:

- Yo también creo que lo que sea que me pase es bueno... sólo si estoy a tu lado.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El alacrán del odio.

Por Víctor H. Valencia Vivas.

“One short sleep past, we wake eternally,

And death shall be no more; Death, thou shalt die.” *



Death, be not proud (Holy Sonnet 10) / John Donne.




Siempre me pregunté cómo sería esto, los últimos instantes de mi vida, la vi pasar delante de mis ojos, podía escuchar el latido de mi corazón, sentía como ese golpeteo se iba haciendo cada vez más lento y débil, trataba de mover mi cuerpo, pero noté que no me respondía, el aire comenzaba a sentirse tan denso como el agua cuando trataba de inhalar un poco y mientras… ellos estaban allí… fijamente puestos sobre mi… esos ojos del color de la noche observaban como mi vida se apagaba, esperaban ansiosamente que tomara mi último aliento y dejara de resistirme, que simplemente me dejara morir por ese veneno de ira que fluía por todo mi cuerpo. ¿Quién diría que mi existencia acabaría así?



Todo comenzó hacía unos días. Después de mucho trabajar, tuve vacaciones en la primaria donde era profesor y en la universidad donde estudiaba. Sin perder ni un minuto, el día en que me despedí de los pequeños y me dieron mis calificaciones en la escuela, volví a casa para recoger mis maletas e irme a visitar a mis padres y a mi hermano. Les llamé y sin nada más que hacer me dirigí a la central de autobuses para tomar el primer camión que encontrara hacia Querétaro.



Adoraba ir a visitarlos, casi no los veía así que no perdíamos oportunidad en estar reunidos y poder ir aquí y allá. La casa donde ellos vivían era hermosa, con un modesto pero hermoso jardín al frente y una hermosa vista del atardecer. Además de estar con ellos, cada vez que iba yo a ese bello Estado, me gustaba salir a tomar fotos de animales silvestres, de iglesias, en fin… de tantas cosas, ya que la fotografía era mi gran pasión. Después de seis días con mi familia, recibí la llamada de una de mis pequeñas alumnas de 1°, Laura. Me llamó para invitarme a su fiesta de cumpleaños que sería al día siguiente. Entonces, acordé con mi familia que al otro día saldría de vuelta para la Ciudad de México y que ellos irían un par de días después para que visitáramos a los abuelos.



Mi padre había salido al jardín a regar sus plantas en la última noche que yo pasaría con ellos, cuando, de repente, me llamó.



- ¡Ven, corre y trae tu cámara! –gritó–, pero no pierdas tiempo, que tu modelo se irá.



Cuando salí, pude ver en el piso un alacrán en medio de la losa. Se quedó inmóvil debido a la presencia de mi papá.



- Vaya, nunca había visto uno de estos tan de cerca –murmuré mientras le quitaba el tapón al lente de la cámara–. ¿Y no son venenosos? –pregunté al tiempo que caminaba cautelosamente hacia esa cosa.



- Pues sí, pero no te preocupes, simplemente no te acerques mucho –respondió mi padre sin quitarle la mirada de encima–. Es el macho, porque la hembra es de otro color.



Logré tomar un par de buenas fotos de aquel ser, pero después de unos instantes, comenzó a moverse rápidamente hacia mi padre, pero él le apunto con la manguera con la que estaba regando las plantas y lo lanzó hacía mi con el chorro del agua. Yo, entre el miedo y la emoción, no pude hacer nada más que aplastarlo con la suela de mi zapato. Y ese fue su fin. ¿Y su única culpa? Haberse atravesado por donde mi padre se encontraba.



Después, entramos a la casa y mi papá nos dijo a mi hermano y a mí:



- ¿Saben? Deberíamos salir a buscar a la hembra, esas cosas siempre andan en pareja, supongo y el otro debe andar por ahí.



Sacó una linterna y salimos los tres al jardín, sin embargo, en cuanto salimos logré ver que el otro alacrán estaba atravesando la calle y después, literalmente, se lanzó hacia la corriente de un pequeño rio que pasa junto a la casa. Había comenzado a llover, así que decidimos olvidarnos del asunto y volver adentro.



Esa noche tuve una pesadilla, fue la noche más horrible que jamás haya tenido. En mi sueño, estaba en medio de un bosque, temblando de frio y bajo la lluvia. Entonces, un alacrán, casi tan largo como una de mis piernas, salió de entre los arbustos. Estaba no muy lejos de mí, con su mirada fija, ver sus ojos era como sentir carbones ardientes a punto de tocar mis parpados. Movía sus tenazas de un lado al otro, lento, muy despacio y apenas tocando el piso. De repente y sin dar aviso, se lanzó hacia mí, me tomó del brazo derecho, tiraba de él y me apretaba tan fuerte que creí que me lo arrancaría. Entonces, comenzó a jalarme hacia un río, con la otra tenaza sujetó mi pierna izquierda, sabía que tenía tantas oportunidades de liberarme como las que tiene un pequeño animal cuando es aprisionado por un cocodrilo… ninguna.



Caímos juntos en la corriente y nos perdíamos en lo turbio de aquellas aguas. Desperdiciaba el poco aire que había en mis pulmones tratando de dar gritos de horror que nadie escucharía. Golpeaba su cabeza con la mano que tenía libre, pero todo esfuerzo por librarme era en vano. ¿Por qué no me acababa con su gran punta letal en un solo instante?



Mi cabeza estaba confundida entre las vueltas que dábamos debido a la corriente. Por un instante no supe de mí, hasta que me di cuenta de que aquel animal estaba tratando de hacer más grande la distancia entre sus tenazas. Comenzó a estirar en direcciones opuestas mis miembros que aún tenía aprisionados. El dolor era intolerable e interminable también. Un pequeño estruendo y después la corriente que nos arrastraba se había teñido de rojo. Mi pierna había sido separada del resto de mi cuerpo por aquel monstruo. El dolor fue tan intenso que me hizo despertar y caer de la cama sobre la que yacía, en la habitación de mi hermano. Me llevé las manos a la pierna que había perdido en esa pesadilla. Estaba fría, adolorida y el resto de mi ser trataba de convencerse de que había sido solo un horrible sueño y nada más.



Eran ya las 8 de la mañana cuando desperté y ya no había nadie más que yo en la casa para entonces. Me levanté y me miré al espejo. Llevaba el color del miedo en mi rostro, color que se mezclaba entre un tono negro en el contorno de mis ojos y la palidez en mis mejillas del que ha visto a la muerte y se ha codeado con ella de cerca. Horrible sensación, aunque finalmente, ese ser maltrecho por un sueño muy real era yo. Pero no había tiempo para detenerme a pensar, no, esta vez no tenía el tiempo para pensar en mí mismo. Tenía un compromiso al cual llegar, Laura… y eso era todo.



Me metí en los pantalones, la playera perdería las arrugas en el viaje, me puse mi gorra y recogí mis cosas, tomé mi maleta, escribí una nota para mis padres y ya todo estaba listo para mi regreso a la ciudad. “Son las 8:15 am y acabo de salir hacia la terminal, les llamo en cuanto llegue, los quiero”, decía la nota. Al dejarla, me detuve un instante, con la mirada perdida y mi mente aún atormentada por el recuerdo de aquel sueño. ¿Había sido provocado por la culpa de haber matado a un insecto? ¿Y cómo podía yo saberlo? No debería haberle dado mucha importancia, es más, ni siquiera sabía si aquello era un insecto o un arácnido. Tomé las llaves y me dispuse a partir.



Al abrir la puerta que da al caminito de losa, la vi, estaba de pie, a unos cuantos metros de mi y al otro lado de la reja que daba a la calle. Me quedé impactado al observarla. Era una mujer con una piel blanca que parecía cubierta por la más fina arena del mar, con el brillo de dos esmeraldas en sus ojos y cientos de hilos de plata por cabello. Simplemente, estaba allí, desnuda y de pie. No pude evitar darle una mirada de curiosidad a su cuerpo, a sus pechos firmes y delicados, casi infantiles y que terminaban donde comenzaba aquel abdomen perfectamente formado y lleno de fuerza. Cuando finalmente logré romper su embrujo sólo pude preguntarle:



- ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?



En ese momento, pude notar una mueca en su cara… una sonrisilla, sí, eso fue. Y cuando mi mirada se unió a la suya, un escalofrió me recorrió la espina dorsal.



Un instante después, ella sujetó la reja con sus delicadas manos y comenzó a sacudirla estrepitosamente, como tratando de derribarla. Yo retrocedí, pero choqué con el sillón que estaba detrás de mí y caí al piso, no muy lejos de la puerta. Ella continuaba sacudiendo la reja, sus frágiles brazos fueron lo suficientemente fuertes como para comenzar a doblar los barrotes de hierro que la mantenían a raya. Al darse cuenta de que no podía retirarlos, se detuvo y comenzó a escalar por la reja de tres metros y medio de alto, hasta que alcanzó la parte más alta que estaba rodeada de alambre de púas. Pero eso no fue impedimento para ella ya que arrancó el alambre de un golpe, con el mismo esfuerzo que un niño arrancaría los pétalos de una rosa y cual felino, se lanzó hacia el suelo. Logré incorporarme, traté de empujar la puerta para evitar que entrara. Cerca estuve de lograrlo. Sin embargo, ella cruzó los cuatro metros que nos separaban antes de que yo pudiera cerrar por completo. Fue como si un berserker[1] fuera quien quería entrar y no ese ángel endemoniado.



El impacto de la puerta me hizo volar unos metros por el aire y antes de que pudiera abrir los ojos, sentí sus manos en mi garganta. Me levantó del suelo con la misma intensidad con la que trató de derribar la reja. Me impactó contra una pared… ¿Qué era esto a lo que me enfrentaba? ¿De dónde provenía toda esta maldad que acompañaba cada uno de sus movimientos?



En el momento en que todo mi ser era ya presa del pánico y el desconcierto, ella comenzó a estremecerse. El aire no podía pasar más por mi contraída tráquea. Me esforzaba por liberarme de su mano. Mientras, unos ruidos provenían de detrás de ella. Primero, quebrar de huesos, tejido y piel rompiéndose al unísono, había sufrimiento en su rostro, pero parecía estarlo disfrutando. Y la muerte apareció detrás de ella, se hizo presente esa media luna y su punta majestuosa, afilada en la misma roca en la cual Átropos[2] afilaba sus tijeras. Una cola de alacrán que comenzaba en la cintura de aquel ser y así, inclinando su cabeza un poco de lado, no había nada que se interpusiera entre su aguijón envenenado y yo. Clavó la punta en mi pecho, por encima de su hombro, justo entre mi corazón, mis pulmones, mi tráquea y mi alma.



¡Qué sensación! No hubo dolor, sólo tuve una sensación cálida que se iba esparciendo lentamente por mis venas. ¿Entonces, con que así es como se siente morir?



- Pronto terminará todo –susurró en mi oído–. El odio que siento por ti me convirtió en lo que ves… y pronto marcaré el fin de tu vida, así como marcaste el de aquel ser cuya descendencia llevo ahora dentro de mí… yo también me iré… pero no importa porque… mi venganza… se ha… consumado.



Solo un suspiro duró el huracán, después me sentía como en el centro del mismo, donde por fin hay paz, pese a lo turbio de los vientos de alrededor. No había más dolor, ni miedo, ni nada que se le pareciera. Simplemente, estaba tendido en el lugar que fuera mi última morada.



En fin, es hora de partir. A fin de cuentas, si haré un viaje, pero como me gusta hacerlos, ligero, sin equipaje ni maletas, es más, esta vez ni siquiera mi cuerpo podré llevar.



Es extraño verme allí, tirado en medio de aquel desorden que esa criatura causó, con mi pecho destrozado y un pequeño alacrán encima de mí, con la vida abandonando su insignificante y pálido cuerpo. Pobrecilla, lo dio todo en un instante, convirtiendo toda la vida en ella en ese veneno mortal. ¿Y qué dirán mis padres y mi hermano cuando vuelvan a casa? ¿Quién les explicará lo que pasó aquí? ¿Quién le dirá a esa pequeña niña porqué no pude acudir a su fiesta de cumpleaños? Bueno, eso es algo de lo que ya no me puedo preocupar.



Mi destino ha sido marcado por el veneno del odio y ahora debo continuar mi camino hasta ese lugar dónde todas las almas se reúnen en el más allá. Debo empezar a recorrer mi última senda, esa que me fue otorgada a causa del amor, del odio y de la venganza.


* "Un corto sueño después, despertamos eternamente,
   Y muerte no habrá más; Muerte, tu morirás." 

[1] Gigante de la mitología escandinava que, poseídos por una incontenible furia durante la batalla, realizaban las proezas más extraoridnarias.


[2] Una de las tres parcas, diosas del destino de cada individuo. Cloto hilaba el hilo de la vida, Laquesis lo devanaba y Átropos lo cortaba.

lunes, 3 de octubre de 2011

La ventana.



I



La tarde estaba soleada en la ciudad, como solía estarlo siempre en Abril. En las calles, la cotidianeidad fluía al ritmo de toda la gente que iba y venía, que salía de los comercios o que entraba a los cines, gente que ponía atención al cruzar las calles tanto como ponía atención en no cruzar miradas con los demás. Todo afuera era movimiento, al contrario de lo que pasaba en el tercer piso de un viejo edificio cerca del centro de la Ciudad de México.



Ahí dentro no había prisas, no había presiones, no había tanto ruido como afuera. Todos y cada uno de los alumnos del curso de pintura estaban esmerándose en plasmar lo mejor posible sus ideas sobre el lienzo. El profesor Mario, como siempre, rondaba entre todos sus alumnos para supervisar el trabajo y dar en voz baja una felicitación o una orientación, según fuera el caso del alumno.



Todos ellos estaban colocados en un gran círculo, delante de sus lienzos, con sus paletas llenas de colores en una mano y el pincel en la otra. Y así el profesor caminaba y posaba su mirada de cuadro en cuadro, hasta el momento  en que observó su reloj. Eran casi las cinco de la tarde, lo cual significaba que la clase estaba a punto de terminar.



-   Bueno, será todo por hoy –dijo el maestro para sí mismo mientras se detenía en el centro del salón.



El profesor volvió a mirar su reloj, cuando una voz irrumpió la paz que imperaba en el aula.



-   Maestro… ya… ya terminé mi cuadro –dijo Rodrigo, uno de los alumnos más destacados que el maestro Mario había tenido la oportunidad de conocer.



-  ¿En verdad? –preguntó el profesor mientras se acercaba a Rodrigo–. A ver, déjame ver. Muy bien, pues no se diga más, voltea tu lienzo para que todos puedan observarlo.



Entre Rodrigo y el maestro giraron el cabestrillo y todos sus compañeros fijaron su atención en aquella pintura. Era un retrato de alguien que bien podría ser Rodrigo con unos años más encima.



-  Háblanos de tu cuadro Rodrigo –lo invitó el profesor mientras cruzaba los brazos y adoptaba un aire de concentración.



-   Bien –comenzó a explicar Rodrigo–, el hombre que ven aquí es mi padre. Decidí pintar su retrato dado que mañana harán tres años desde que murió.



Aquella última frase hizo que a Rodrigo se le quebrará la voz. A pesar del tiempo transcurrido, aún no había superado la pérdida de su padre. Y después de tomar un poco de aire, continuó diciendo;



-  Él murió cuando yo tenía 10 años y tomé como base esta imagen –y al decir esto, sacó una pequeña foto que tenía en la bolsa de su camisa–, fue la última que mamá le tomó.



-  Hazla circular por favor –le pidió el maestro mientras se colocaba justo en frente al cuadro para comenzar su explicación–. Cuando puedan observar la fotografía, miren bien el brillo en los ojos de ese hombre –señaló el profesor mientras miraba el cuadro–, su sonrisa, su cabello, la forma de su rostro, el brillo en sus ojos, en fin… todo esto creo que ha sido muy bien plasmado por Rodrigo en su obra.



Y después de la explicación, la clase terminó oficialmente. Rodrigo, luego de recibir muchas felicitaciones de parte de sus compañeros y del profesor Mario, tomó el cuadro, lo colocó en una esquina para dejarlo ahí a secar, sacó su celular y le tomó una foto para mostrársela a su mamá, se colgó la mochila y partió hacia su casa.



Aquella tarde Rodrigo se sentía particularmente nostálgico. Harían tres años ya de que su papá perdió esa cruenta lucha que sostuvo contra el cáncer por casi ocho meses y aún le parecía que no tenía más de un par de días cuando lo vio por última vez. Su mamá se sentiría orgullosa por el cuadro pintado, tal vez hasta derramaría unas lágrimas de alegría, pero Rodrigo estaba listo para aquel momento. A cada paso que daba hacia su casa, sentía que la emoción lo embargaba más y más. Volvió a sacar su teléfono y miró la fotografía que había tomado. Sin duda, él era muy parecido a su padre.



-  Creo que en unos años seré igualito a ti papá –pensó para sí mismo mientras daba la vuelta en la esquina de su calle. 



Ya no le restaba más que unos metros para llegar a casa, cuando de repente se detuvo por algo que llamó su atención. Delante de él, a no más de un metro, había una persona parada. Rodrigo se detuvo súbitamente por la impresión y casi tira el teléfono. No tardó mucho en darse cuenta que esa persona era su prima, Fernanda, con quien más había convivido desde la muerte de su papá.



- “Fer”, que susto me diste –dijo Rodrigo mientras guardaba su teléfono–. ¿Qué pasa “Fer”? ¿Por qué lloras?



-  ¡Ay, Rodrigo! No sé como explicártelo –respondió ella mientras comenzaba a llorar.



Rodrigo se aproximó a su prima, la sujetó de los brazos y la volvió a interrogar. Ella respiró hondo, lo miró a los ojos y entonces se lo dijo. Él no le podía creer, se sintió desfallecer y habría caído al piso, de no ser porque Fernanda lo sujetó. Rodrigo salió corriendo hacia la puerta de su casa, ella trató de detenerlo, pero no pudo hacer nada. Sin embargo, al entrar él fue detenido por su tía Susana, la mamá de Fernanda, quien lo abrazó, lo sujetó con todas sus fuerzas y le dijo…



-  Tranquilo mi amor… tranquilo…



-  ¡Déjame! Tengo que verla… tengo que ayudarla –gritó Rodrigo mientras forcejeaba con su tía.



-  Ya es tarde cariño –le respondió Susana–, ella ya no está aquí.



-  ¡No es cierto… no es cierto! Mamá me espera para cenar. Déjame pasar…



Entonces Susana tomó a Rodrigo por los hombros, lo sacudió un poco y le habló con fuerza…



-  ¡Hijo! Por favor… no lo hagas más difícil –dijo Susana con la voz quebrada.



Rodrigo miró fijamente a su tía, como tratando de comprender. Luego se aferró a ella, deseando que aquello fuera un sueño, un horrible sueño del cual iba a despertar, pero no… no era así. Fernanda se acercó también y se abrazó a los dos. No podía creer que justo en aquel día pasara eso. No podía creer que Rodrigo ahora perdiera también a su mamá. Simplemente, no era justo.







II



Tres golpes se dejaron oír en la puerta de aquella habitación, pero nadie contestó. Entonces, Fernanda abrió la puerta muy despacio y entró. Aquel lugar se había convertido en una mezcla de estudio y dormitorio. Ahí, Rodrigo tenía algunos cuadros que ya había pintado y otros que había realizado desde que su madre fue asesinada. Su tía Susana y Fernanda se habían mudado con él y lo cuidaban. Él ya no iba a la escuela ni a las clases de pintura, se había convertido en una especie de ermitaño.



Por más que su tía y su prima insistían, Rodrigo ya casi no salía a la calle, no hablaba con nadie, más que con ellas. Cuando no estaba pintando algún cuadro, estaba durmiendo sobre su cama, siempre destendida, o sentado en el descansabrazos del love sit que tenía puesto junto a la ventana que daba a la calle, tal como Fernanda lo había encontrado ese día, sujetándose las piernas, con la cabeza puesta en sus rodillas y mirando hacia fuera. 



-  Rodrigo, aquí está lo que me pediste –dijo Fernanda mientras dejaba en una mesita la pintura que traía en las manos–. Si necesitas algo más, me avisas ¿sí?



En ese momento, ella pensó que sería mejor dejarlo sólo, pero no pudo evitar mirar el último cuadro que Rodrigo había pintado. Era una imagen muy tenebrosa de su casa vista desde el frente. La puerta estaba abierta y de ella salían tres grandes sombras, con ojos profundos y amarillos. Fernanda se puso en cuclillas para mirarlo mejor y entonces la sorprendieron las palabras de Rodrigo.



-  Son ellos –dijo sin dejar de mirar a la ventana–, son los tipos que la mataron.



Fernanda sintió que el corazón le daba un vuelco. Haría casi un mes de que su tía, la mamá de Rodrigo, había sido encontrada sin vida en su casa. Todos los testigos habían dicho que vieron a tres hombres salir corriendo de la casa. Y eso era lo que Rodrigo había plasmado en esa, su última obra.



-  Está bien Rodrigo –dijo Fernanda sin pensar–, tienes que expresar lo que sientes.



- ¿Está bien? “Ja” –respondió Rodrigo, casi para sí mismo–. Nada está bien.



Fernanda se puso de pie y lo miró. No sabía que decir o que hacer, así que comenzó a caminar hacia la puerta, para dejar a Rodrigo a solas, cuando lo escuchó decir…



-  ¡Qué horrible paisaje! ¿No?



-  ¿Cómo? –preguntó Fernanda mientas se acercaba un poco hacía él, pero no obtuvo respuesta.



En lugar de eso, Rodrigo se levantó súbitamente, lo cual hizo que Fernanda se asustara. Entonces, él comenzó a quitar sin cuidado un par de cuadros que tapaban la pared que estaba junto a la ventana.



-  Rodrigo, vas a romper tus cuadros, no los avientes –dijo Fernanda un poco preocupada–. ¿Qué haces?



-  Tranquila –le respondió mientras pasaba un trapo sobre la pared ya libre de cuadros–, es sólo que a este cuarto le falta otra ventana.



En ese momento, Rodrigo tomó su paleta, su pincel y comenzó a pintar. Parecía casi hipnotizado, incluso daba la impresión de haberse olvidado de la presencia de Fernanda. Y comenzó a pintar. Su prima, por su parte, dejó la habitación y volvió un par de horas más tarde con la cena, pero Rodrigo no comió nada esa noche. Susana y Fernanda le insistieron hasta el cansancio, pero él no accedió, ni siquiera puso atención a sus súplicas. Entonces su prima decidió quedarse ahí a pasar la noche y ocupó el sillón para observar a Rodrigo.



Él había pintado un gran cuadro en la pared, el cual comenzaba a ras del piso y tenía casi dos metros de alto y de ancho. En el paisaje que estaba plasmando había un gran bosque al cual el otoño había llegado, lleno todo de hojas cafés, con un lago que corría de izquierda a derecha, con un cielo brillante que contenía algunas nubes. Había un pequeño bote junto al lago e incluso había una pequeña mariposa que alegraba más la imagen. Aquel lugar era un paraíso, definitivamente.



A Fernanda, por su parte, le ganó el cansancio como a eso de las tres de la mañana. Cuando se quedó dormida, el paisaje estaba más o menos a la mitad. Y para cuando despertó, a las ocho y media, estaba ya casi completo. Rodrigo había trabajado gran parte de la tarde anterior, toda la noche y ya entrada la mañana. Y aún así, parecía estar bien, no se veía cansado, pintar le transfería una energía que le permitía seguir pintando con la misma intensidad con la que había dado el primer pincelazo.



-  Vaya primo, que hermoso está –dijo Fernanda mientas se ponía de pie para desembarazarse–, oye, voy a hacer de desayunar, anoche no comiste nada.



Y pese a sus palabras, no encontró respuesta por parte de Rodrigo, él seguía como hipnotizado, perdido en su pintura, en enriquecer cada pequeño detalle que parecía no cumplir sus expectativas. Fernanda decidió llevarse la bandeja con la cena y preparar algo de desayunar, para traérselo a su primo.



Así lo hizo y al volver se sorprendió y se enterneció a la vez con la escena. Rodrigo yacía tirado en el piso frente al cuadro, dormido profundamente en posición fetal. Además, ella notó que él había agregado un último detalle a su pintura. Ese gran paisaje tenía “sobrepuesta” una ventana. Rodrigo había pintado un gran marco alrededor de la pintura y unos tablones a través de ella. Era como una gran ventana de madera que había sido puesta ahí para que la belleza de aquel paisaje no se escapara hacia nuestra realidad.



Fernanda pensó seriamente en despertar a Rodrigo para que comiera algo, pero después de pensarlo mejor, tomó una cobija de la cama y se la puso encima.



-  Mejor no lo molesto –dijo mientras salía del cuarto con la charola del desayuno en las manos–. Pero volveré más tarde, este niño tiene que comer algo.



Y dicho esto, salió de la habitación, descendió por las escaleras y dobló a la derecha para entrar en la cocina, donde estaba Susana esperándola para desayunar. Al entrar, su mamá le preguntó;



-  ¿Y Rodrigo? ¿Comió algo?



-  Nada, se quedó dormido mientras preparaba el desayuno –respondió Fernanda mientras se sentaba en un banco del desayunador, frente a su mamá.



-  Bueno, pues ni hablar, desayunemos tú y yo. Oye… ¿Y el azúcar?



-  ¡Oh! Creo que lo dejé arriba en el cuarto de Rodrigo –dijo Fernanda mientras se levantaba el banco–, pero ya voy por él, ahora vuelvo.



Así, Fernanda salió de la cocina, dobló a la izquierda y comenzó a subir las escaleras cuando, de pronto, una corriente de aire la hizo estremecer. Luego, se detuvo al observar que bajo sus sandalias había algunas hojas secas que se iban quebrando conforme avanzaba. Fernanda levantó la mirada y se dio cuenta que los escalones que le faltaban por subir estaban llenos de hojas. Ella no daba crédito a lo que estaba observando.



En ese momento, la puerta de la habitación de Rodrigo, que estaba entreabierta, se azotó, lo que hizo que Fernanda se alterara y saliera corriendo hacia el cuarto. Al abrir la puerta, Fernanda notó que algo en la pintura había cambiado, algo no estaba tal como ella lo recordaba antes de bajar las escaleras hacía no más de un par de minutos… la ventana que Rodrigo había pintado en la pared estaba “abierta”.



- ¿Rodrigo?... ¿Dónde estás? –preguntó Fernanda mientras entraba al cuarto.



Y al estar justo en el centro de la habitación, la chica no podía dar crédito a lo que estaba mirando. La fuerza se le fue de las piernas, cayó sobre la cobija que le había puesto a Rodrigo y continuó arrastrándose por el piso para alejarse de la pintura al darse cuenta que en la ella había algo más… Rodrigo yacía en la misma posición fetal, pero ahora él formaba parte de aquella gran pintura en la pared.



Rodrigo había conseguido finalmente escapar de este mundo y dejar todo atrás. La ventana que había pintado le sirvió de escapatoria para dejar sus penas y sus tristezas en este, nuestro lado de la ventana.



Fin.